La criatura estaba
viva, en su piel casi humana se distinguían las venas palpitantes de un tono
transparente. El cristal del contenedor estaba esparcido por el piso grisáceo,
el líquido amniótico artificial resbalaba sobre la criatura como ríos
atravesando montañas grumosas y llanos solitarios. El científico se acercó
dubitativo, vio los grandes ojos de insecto, la cabellera larga de mujer y unos
labios carnosos, el pecho le tembló de emoción y aquel espécimen le habló.
— ¿Quién soy? —dijo con una voz femenina y rasposa.
—Tu nombre es Emolga —dijo el científico con rostro
extasiado.
—E-mol-ga… —repitió la criatura.
El científico la guió frente a un espejo largo. La criatura
vio su cuerpo semihumano, tocó sus grandes pechos con pezones y aureolas
rosadas, deslizó una mano en el vientre plano y se detuvo en la ingle, donde
hundió un par de dedos, palpando cada parte de su enigmático sexo de mujer. Su
rostro tan parecido al humano y tan diferente al mismo tiempo, hizo una mueca
de sorpresa, la sensación de rozar esas partes tan íntimas la ruborizó, era una
sensación nueva.
—Eso es —dijo entusiasmado el científico, sus labios se
deformaban en un intento de sonrisa—, mi querida Emolga, por eso te he creado
—el hombre se acercó a la espalda de la criatura y apretó una de sus nalgas.
Emolga giró su cuerpo con sorpresa, sus grandes ojos de
insecto se abrieron aún más, la voz le temblaba y vio lo viejo que era su
creador, el calor le surgía a borbotones. El científico bajó su pantalón, tenía
una erección como serpiente feroz. La criatura con su piel crispada se inclinó,
instintivamente frotó el pene de su creador, las líneas de ADN le indicaban qué
hacer exactamente, ella lo sabía todo, lo conocía todo, la sangre le hervía.
Colocó el falo carnoso en su delicada boca, deslizó la lengua alrededor del
glande con tal agilidad que este creció un poco más, atravesando su garganta.
El científico recostó a Emolga en el suelo, abrió sus
piernas y hundió su pene hasta el fondo húmedo de su vagina. La criatura creyó
que su sexo le quemaba, contoneó las caderas de una forma no humana, en ángulos
imposibles para una columna normal. Sus labios vaginales succionaron como si
fuera su misma boca haciéndolo. En un arranque eufórico, empujó a su creador, y
estando sobre él se aferró con fuerza a su cuerpo. El ADN le decía qué hacer,
el movimiento de su cintura aceleró como una licuadora sin botón de apagado. El
científico trató de zafarse del férreo abrazo que lo mantenía atrapado. La
carne de su pene se desgarró poco a poco, Emolga frenética seguía su balanceo
interminable. El hombre trató de golpearla pero no podía moverse por el dolor,
sus gritos no traspasarían las gruesas paredes del sótano. Esa devoradora
despedazó el glande y los testículos, sólo quedaron retazos sanguinolentos.
Las arterias de Emolga brillaron tenuemente detrás de su
piel. Sus venas nutridas desde la vagina hambrienta absorbieron cada recuerdo,
cada suspiro de vida del cuerpo de su creador. El ADN le daba nueva información
a su cerebro: un nombre, Alanis Krost,
su creador; los recuerdos de una mujer que murió hace años y amó con locura, la
imagen de su hija muerta en un accidente de avión, y la sonrisa de su nieta,
una niña pequeña con hoyuelos y rizos dorados que lo esperaba arriba, en su
habitación. El cuerpo de Emolga se transformó con sonidos de grandes burbujas
croando, la piel se estiró, sus manos lizas se hicieron viejas y rugosas, sus
pechos rosados se aplastaron y de su ingle salió un pene de gran tamaño. Caminó
al espejo.
Subió las escaleras, sabía que la conducirían a la salida
de ese oscuro sótano. Abrió la puerta sellada, sus ojos se cegaron por un
instante, no estaba acostumbrada a tanta luz. El aire era más limpio y ligero,
sus pulmones tomaron demasiado aire y empezó a toser muy fuerte. Escuchó
algunos pasos, giró el rostro, su nieta lo miraba confundida.
— ¡Abuelo, no quiero jugar a eso otra vez! —dijo la niña
con los ojos llenos de lágrimas al ver el cuerpo de su abuelo desnudo.
Emolga tuvo algunas imágenes en su mente, vio a la niña
desnuda, implorando que se detuviera, y una sensación tan placentera. El nuevo
pene de la criatura alcanzó una erección tan prominente que la niña retrocedió,
observando recelosa y asustada. El brazo de Emolga se estiró tomando una forma
acuosa para pescar a la niña del cuello, los dedos se apretaron sobre su frágil
piel dejando marcas rojas. La alzó a la altura de su pecho, su serpenteante órgano
entró en la jovencita. Tomó con sus brazos la cintura de la niña, ella trató de
zafarse en vano. El pequeño cuerpo no soportó tal brutalidad, la sangre de su
vagina salpicó sobre el piso y escurrió en las piernas de Emolga. El pene de la
criatura giró como taladro despedazándolo todo.
La criatura sabía que podía transformar su cuerpo al de
la niña, pero no lo hizo. Los recuerdos de su nueva víctima llegaron dictados
por su genética impregnada en la sangre. Caminó por la casa deshabitada, vistió
su cuerpo con la ropa favorita asignada por un recuerdo y abrió la puerta.
Rubén Caballero
Petrova
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