Revolución
espiritual
Sufre tú el castigo de tu lujuria y de tus abominaciones,
dice Jehová
(Ezequiel 16,58)
—Oh
Dios, ayúdame por favor —sollozó el sacerdote.
Su cuerpo estaba envuelto en un rocío de sudor, las
quemaduras punzaban con el recorrer de su sangre entre las venas y las arterias. Las cuerdas estrangulaban su cuerpo contra
el confesionario; estaba inmóvil y adolorido.
—Déjame ir.
Un Cristo irreverente y crucificado sobre el altar veía
la escena con gran placer. En sus ojos no estaba la misericordia del nuevo
testamento, era una mirada oscura y maliciosa. ¿Sonreía? Las veladoras con luz
menguante bañaban los tablones viejos del templo, cada movimiento crujió como
la piel del sacerdote con el hierro encendido. Los santos tenían un festín de
carne humana.
— ¿Lo disfrutas hijo de perra, como lo disfrutaste con la
niña? —le dijo el captor, un hombre con la cara cubierta con una máscara de conejo tallada en madera.
El sacerdote amortajado frente al Cristo percibió el olor
de su carne quemada. Arriba, la imagen santa aplaudía, babeaba; y Lucifer
acobardado de Dios lloró detrás de la cruz como un niño extraviado.
—Perdóname, no lo haré de nuevo, por el amor de Dios —suplicó el reverendo.
—Ella era mi hija —dijo el hombre en un susurro al
sacerdote y escupió en su rostro.
Rubén Caballero Petrova
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